Por qué te cuesta tanto olvidar a tu expareja
La trampa no es el amor. Es lo que tu cerebro aprendió a hacer con él.
Te levantas.
Vas al baño.
Miras el móvil.
Sin darte cuenta, ya estás revisando si tu ex ha visto tus historias.
Un clic aquí, otro allí.
“Solo curiosidad”, te dices.
Pero no.
Lo sabes.
Es esa punzada en el estómago.
Ese hilo invisible que sigue tirando de ti.
Ha pasado un mes.
O seis.
Y sigues enganchada.
¿Por qué?
No es porque fue “el amor de tu vida”.
Tampoco porque eres débil.
Y, desde luego, no es porque te falte voluntad.
Es porque aprendiste.
Y tu cerebro, una vez que aprende algo que te da recompensa rápida, lo repite.
Aunque duela.
¿Recuerdas tu primer cigarro?
Tal vez no fumaste nunca.
Da igual.
Piénsalo en términos de experiencia.
La primera vez que algo te calma, te anima o te hace sentir menos solo… se te queda grabado.
Tu cerebro toma nota.
Y lo graba no como una opción, sino como una vía rápida para dejar de sufrir.
Eso pasa con muchas rupturas.
La relación era una mezcla: momentos tiernos, sexo brutal, peleas, reconciliaciones, promesas, silencios incómodos.
Pero había algo ahí, un patrón. Un sistema de recompensas, como en los videojuegos o las tragaperras.
Y tú aprendiste que esa persona era tu botón de “me siento mejor”. Aunque no lo fuera.
Aunque el precio fuera altísimo.
“Pero si sé que me hizo daño…”
Claro que lo sabes. Pero no importa lo que sabes. Importa lo que tu cuerpo recuerda.
Lo que sentiste cuando volvió a escribirte después de una bronca.
Lo que sentiste la primera vez que te dijo que te quería. Lo que se encendía cuando te miraba como si fueras todo.
Eso, tu cuerpo no lo olvida tan fácilmente. Se parece más a desengancharse de una droga que a pasar una etapa triste.
La memoria no es una película. Es una caja de recompensas.
Una clienta me dijo una vez: “no echo de menos a él, echo de menos cómo me sentía con él”. Bofetada de lucidez.
No era su ex. Era el sistema de dopamina que activaba. Como el alcohol para el que no sabe gestionar la ansiedad. Como el móvil para quien no sabe estar solo. Tu ex, con todos sus defectos, era tu escapatoria emocional favorita. Por eso vuelves.
Y cuanto más repites ese bucle (mirar su perfil, recordar lo bueno, justificar lo malo), más se refuerza. Más lo necesitas. Aunque lo odies. Aunque te destruya.
“¿Y si nunca me suelto de esto?”
No eres el único que se ha sentido así. No eres especial por no poder olvidar. Lo especial sería que lo hicieras rápido.
Te apegaste. Repetiste rituales. Viviste estímulos positivos muy intensos (caricias, palabras, orgasmos, esperanzas) que se mezclaban con otros dolorosos. Esa montaña rusa es el cóctel perfecto para que tu cerebro entre en modo “adicción emocional”.
Y aquí viene lo jodido: no se corta de raíz. No basta con decidirlo. Porque cada estímulo (una canción, una esquina, una serie, un olor) es una chispa. Y tu cerebro vuelve a disparar esa película.
Pero no es eterno. Se desactiva. A la fuerza, sí. Con repetición, también. Igual que se aprende una trampa, también se puede desaprender.
Cómo empezar a soltar sin forzar
No, no necesitas “cerrar el ciclo” viéndolo una vez más. No necesitas respuestas. No necesitas tenerlo todo claro.
Lo que necesitas es crear nuevas conexiones. Nuevos momentos de bienestar que no dependan de esa persona. Sí, al principio no sabrán igual. Como el café descafeinado después de años de espresso. Pero con el tiempo, tu cuerpo y tu cabeza se recalibran.
Y, sobre todo, necesitas tolerar el vacío. Esa incomodidad que no mata, pero que incomoda tanto que harías cualquier cosa por llenarla. Ese es el momento más difícil. Pero también el más fértil. Es donde se construye lo nuevo.
Una historia real que podría ser la tuya
Carlos (nombre ficticio) no podía dejar de escribirle a su ex. Sabía que no iban a volver. Sabía que ella lo manipulaba. Pero se aferraba a cada mensaje como un náufrago a una tabla. Hacía semanas que ella solo respondía con monosílabos. A veces ni eso.
Un día, en consulta, Carlos dijo: “no es que quiera volver, es que no sé quién soy sin ella”. Y ahí estaba la clave. No era amor. Era identidad.
A los tres meses, empezó a salir con amigos sin sentir culpa. A los cinco, empezó a recordar cosas malas de la relación que antes había maquillado. A los siete, le escribió por última vez. No para que volviera. Solo para decirle: “ya no te necesito”. Luego, borró el número. No porque se obligara. Sino porque, por fin, no le servía de nada.
Conclusión: el olvido no se impone. Se cultiva.
No olvidamos a alguien porque queramos. Lo hacemos porque lo reemplazamos. Porque aprendemos a vivir sin esa droga emocional. Porque dejamos de alimentar el hábito.
Y sí, vas a tener recaídas. Vas a soñar con esa persona. Vas a pensar que ya has superado todo y te vas a sorprender llorando por una canción tonta. Pero eso no significa que estés mal. Significa que estás dejando morir algo que fue importante.
No es debilidad. Es duelo. Y pasa. Siempre pasa.
Por cierto, si necesitas poner en orden tu cabeza para superar esa ruptura, descarga esta guía (te ayudará mucho)
¿Te sentiste identificada? Comparte este artículo con quien más lo necesite. Y si quieres leer más historias así, suscríbete. Estamos construyendo una comunidad donde hablar de emociones sin bullshit.