Aquello de "lo que no te mata te hace más fuerte" no es verdad. Muchas veces, lo que no te mata te deja roto, sin recursos para continuar, tullido o simplemente traumatizado.
Hay aventuras de riesgo que conllevan un elevado coste emocional. Es inteligente decir NO más a menudo
“Lo que no te mata te hace más fuerte”. Ya, claro. Y comerte una caja entera de laxantes te convierte en velocista.
Nos han vendido la épica del sufrimiento como si fuera una escuela de sabiduría. Como si cada trauma trajera un diploma. Pero la realidad es que hay heridas que no enseñan nada. Solo duelen. Y punto.
Vivimos en la era del optimismo obligatorio. Todo dolor debe tener sentido. Todo fracaso debe ser una lección. Y si no la encuentras, te miran raro. Como si fueras tú el problema, no el trauma.
Romantizar el dolor es una forma de violencia
La frase “lo que no te mata te hace más fuerte” debería estar en la lista negra del coaching barato. Es una coartada emocional para minimizar el daño real, para no acompañar al otro, para evitar el trabajo duro de la compasión.
Porque hay golpes de la vida que no te hacen resiliente. Te hacen insomne. Te dejan temblando cuando suena el teléfono. Te encierran en ti mismo y te enseñan a desconfiar de la calma. Hay vivencias que no te matan, pero tampoco te dejan igual. Te obligan a reconstruirte con piezas nuevas, y muchas veces ni sabes cómo ensamblarlas.
Y aquí es donde la psicología popular (y muchas veces, mal entendida) se convierte en gasolina para el incendio: el mantra de que “todo tiene una razón” o “todo te pasa para que aprendas algo” no solo es falso, es cruel. Porque te culpa. Si no aprendiste nada de tu trauma, entonces ¿qué? ¿fracasaste como persona?
La trampa de la resiliencia forzada
Nos encanta la narrativa del héroe. La de quien toca fondo y vuelve más sabio. La de quien cae en las drogas, pero luego da charlas TED. La de quien sufre una pérdida y luego escribe un bestseller de autoayuda. Pero esas son las excepciones, no la regla.
La mayoría de la gente que atraviesa un infierno emocional no escribe un libro. Solo sobrevive. Algunos días, ni eso. Y eso también tiene mérito. También es heroico despertarse con el alma rota y aun así poner una lavadora.
Lo que ignoramos —o preferimos ignorar— es que la resiliencia no siempre nace del dolor. A menudo nace del apoyo. De una red. De un terapeuta bueno. De un amigo que te sostuvo en lo peor. De no tener que enfrentarte solo al monstruo.
La glorificación de la temeridad
“Sal de tu zona de confort”, dicen. Como si tu zona de confort fuera una celda, no un refugio. Como si tener límites fuera de cobardes. Pero a veces, quedarte quieto es lo más sabio que puedes hacer.
Desde la psicología conductual lo sabemos: evitar un estímulo que te desborda no es siempre evitación patológica. A veces es regulación emocional. A veces es saber que no estás en condiciones. Que ya llevas demasiadas batallas internas como para sumarte otra guerra.
Y sin embargo, se glorifica al que “lo da todo”, al que “arriesga”, al que “lo intenta aunque se estrelle”. Como si la prudencia fuera rendición. Como si decir “no” fuera una señal de debilidad, cuando muchas veces es el acto más valiente.
Lo que no te mata... te puede dejar con ansiedad crónica
No todas las experiencias duras enseñan. Algunas solo dejan secuelas. Ansiedad, insomnio, hipervigilancia, dependencia emocional, miedo al abandono. Hay personas que no se reconstruyen después de una ruptura; solo aprenden a convivir con el agujero. Hay personas que no “superan” una adicción; solo aprenden a no dejar que las destruya cada día.
La narrativa de superación total —“lo superé y ahora soy feliz”— es peligrosa. Porque invisibiliza a los que siguen luchando. Y esos, créeme, son la mayoría.
Sobrevivir no siempre significa ganar. A veces solo significa seguir aquí. Y eso ya es un milagro.
Elegir bien tus batallas es salud mental
Hay relaciones que desde el minuto uno huelen a desastre. Hay trabajos que son trampas con nómina. Hay aventuras que tienen forma de aprendizaje vital y fondo de mierda emocional. Saber decir “no” es una forma de respeto hacia ti mismo. No todas las puertas deben abrirse. No todos los trenes deben cogerse. No todas las hostias enseñan.
Es un acto de sabiduría elegir el camino que te protege. No el que te revienta. Porque a veces, lo más valiente no es seguir, sino parar. No es resistir, sino retirarse a tiempo.
Y eso, por cierto, no te lo enseñan en los libros de autoayuda. Te lo enseña la vida. O un buen terapeuta.
El falso mito del carácter forjado en el dolor
Sí, claro que algunas personas se hacen más fuertes después de un trauma. Pero eso no es gracias al trauma, sino a lo que hicieron con él. A las condiciones que tuvieron para procesarlo. Al espacio seguro que les permitió reconstruirse. Al tiempo. A la ayuda.
No fue el trauma. Fue lo que vino después.
Decir que el trauma “enseña” por sí solo es como decir que una fractura te convierte en maratonista. No. Te deja cojo. Y solo con terapia, fisioterapia y tiempo, quizás vuelvas a correr. Y si no, también está bien. También se puede vivir cojeando.
En defensa de la pausa
Estamos agotados de tener que ser fuertes. De tener que aprender de todo. De tener que darle sentido a lo que duele. De tener que convertir cada golpe en un capítulo superador. A veces no queremos narrativa. Queremos silencio. Queremos una pausa. Queremos poder decir “basta” sin que eso sea sinónimo de fracaso.
No, no todo lo que no te mata te hace más fuerte. A veces te deja en stand-by. A veces te arranca piezas. A veces te obliga a aprender a vivir con menos. Y eso también es vida.
Y eso también merece respeto.
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Bibliografía:
Bonanno, G. A. (2004). Loss, trauma, and human resilience. American Psychologist.
Southwick, S. M., & Charney, D. S. (2012). Resilience: The Science of Mastering Life's Greatest Challenges. Cambridge University Press.
McGonigal, K. (2015). The Upside of Stress. Avery.