Deja de hablar de oxitocina y cortisol
Tu ansiedad no es por falta de serotonina. Es por lo que estás tolerando. Por lo que estás evitando. Por lo que no te estás permitiendo cambiar.
¿Qué nos está haciendo la “neurodivulgación”?
Cada vez que alguien menciona la palabra “oxitocina” en una conversación sobre vínculos humanos, muere una neurona en algún rincón del planeta.
Y no por el neuroquímico en sí —maravillosa molécula, por cierto— sino porque hemos caído en una trampa tan brillante como peligrosa: creer que nombrar neurotransmisores equivale a comprendernos.
Spoiler: no. No lo hace.
De hecho, hablar de serotonina, dopamina o cortisol en contextos de divulgación emocional o terapéutica suele ser, como mínimo, inútil. Y, a menudo, profundamente contraproducente. Porque promueve una visión “cerebrocentrista” que nos aleja de lo que de verdad importa: lo que vivimos, lo que hacemos, lo que permitimos.
Nombrar no es transformar
Cuando decimos “es que tengo el cortisol alto”, lo que estamos haciendo en realidad es ponerle una etiqueta neurobiológica a un estado de estrés. ¿Y qué hacemos con esa información? Nada. Absolutamente nada. Porque saber que tienes “el cortisol por las nubes” no te da ni una sola pista concreta sobre qué decisiones tomar, qué relaciones revisar, qué hábitos modificar, qué patrones emocionales necesitas cuestionar.
Es como decir que tienes fiebre y querer bajarla pensando fuerte en termómetros.
Los neurotransmisores existen, claro. Pero su mención no tiene ningún poder explicativo real si no va acompañada de análisis contextual. Sin historia, sin biografía, sin vínculo… hablar de dopamina es lo mismo que hablar de magia. Bonito, pero inútil.
Cerebros sin cuerpos, personas sin historia
Este tipo de divulgación, tan presente en redes sociales, convierte nuestra vida emocional en un diagrama químico. ¿Estás deprimido? Falta de serotonina. ¿Estás enamorado? Sube la oxitocina. ¿Estás estresado? Cortisol al tope.
Y así terminamos pensando que somos un experimento mal calibrado. Una máquina a la que le sobran o le faltan fluidos.
Este reduccionismo nos infantiliza. Nos hace dependientes de explicaciones externas que no tienen ningún poder de agencia. Nos convierte en espectadores de nuestra bioquímica, en lugar de protagonistas de nuestros contextos.
No puedes regular tu dopamina. Pero sí puedes dejar de responder mensajes a las 3 de la mañana
Aquí está el punto clave: no puedes decidir conscientemente cuánta oxitocina segrega tu hipotálamo. Pero sí puedes decidir con quién te acuestas. No puedes controlar tu nivel de cortisol con afirmaciones. Pero sí puedes cambiar de trabajo, pedir ayuda, salir de esa casa donde cada conversación es una bomba a punto de estallar.
La salud mental no mejora manipulando neurotransmisores en abstracto. Mejora cuando cambiamos las condiciones de vida que disparan esos desajustes. Mejora cuando pasamos del “por qué me pasa esto” al “qué puedo hacer al respecto”.
El enfoque cerebrocentrista es una trampa ideológica
Y aquí viene la parte incómoda. Reducir todo a lo cerebral no solo es científicamente torpe: es política e ideológicamente funcional. ¿Por qué? Porque descontextualiza el sufrimiento. Lo convierte en una falla individual, en un “problema del cerebro” en lugar de un “síntoma del entorno”.
Si una mujer sufre ansiedad crónica porque vive con un maltratador, ¿qué sentido tiene explicarle que su amígdala está hiperactivada? Eso no es psicología. Es complicidad con el silencio.
Si un joven desarrolla una depresión porque trabaja 12 horas al día por un sueldo miserable, ¿de verdad crees que la respuesta es decirle que tiene un “déficit de dopamina”? Lo que tiene es una vida de mierda. Y eso no se arregla con cápsulas, se arregla con decisiones, con acción colectiva, con red.
Entonces, ¿para qué sirve hablar de neurotransmisores?
En entornos clínicos y con fines de investigación, claro que tiene sentido. Para diseñar fármacos, comprender patrones de enfermedad, investigar mecanismos fisiológicos.
Pero en divulgación, esa información rara vez es útil. Y, si no se contextualiza, es incluso peligrosa. Porque da una falsa sensación de explicación (“ah, vale, lo que me pasa es químico”) sin ofrecer ninguna vía concreta de cambio.
Y lo más grave: nos distrae de lo más importante. De lo que comemos, de cómo dormimos, de con quién compartimos nuestra vida, de qué valores sostenemos, de qué verdades evitamos.
No necesitas neurociencia: necesitas mapa y brújula
La verdadera pregunta no es “¿cómo está mi dopamina hoy?”, sino “¿qué estoy haciendo con mi tiempo, mi atención, mi cuerpo y mis relaciones?”. La transformación no viene de saber qué neurotransmisor se activa, sino de aprender a diseñar entornos, hábitos y vínculos que te sostengan.
No necesitas saber cómo funciona el circuito mesolímbico para darte cuenta de que mirar Instagram una hora antes de dormir te destroza el ánimo. No necesitas conocer el efecto del GABA en tu sistema nervioso para entender que estás quemado porque nunca dices que no.
El cuerpo es sabio. El sufrimiento tiene sentido. Y el cambio no empieza en el cerebro. Empieza en la agenda. En los límites. En los “no más”. En los “hasta aquí”.
¿Cansado de que todo se reduzca a “química cerebral”? ¿Te interesa entender de verdad por qué haces lo que haces y cómo cambiarlo? Suscríbete al boletín y acompáñame en este viaje para dejar de explicarnos como máquinas defectuosas y empezar a vivir como humanos que pueden transformar su mundo.
Bibliografía:
Rose, N. (2013). Neuro: The New Brain Sciences and the Management of the Mind. Princeton University Press.
Pitts-Taylor, V. (2016). The Brain's Body: Neuroscience and Corporeal Politics. Duke University Press.
Rees, G., Frith, C., & Lavazza, A. (2020). "A Critique of the Brain-Based Self and the 'Neurocentric' View of the Human Person." Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 118, 701–710.
Cromby, J. (2012). "The Depressed Subject of Neoliberalism." Theory & Psychology, 22(6), 674–695.